La vida cambia de un golpe

Cuando iba saliendo de la fiesta de graduación del bachillerato, entre el alcohol, los amigos, las bromas, me cayó en la cabeza la lámpara de una farola. Con la oscuridad típica de las noches de apagón cubanas, solo Pepe —el enano del grupito— notó que fui yo el lesionado en tal infortunio. En buenas manos estuve esa noche, tanto así que según me contó mi madre (que siempre exagera todo) mis amigos tardaron tanto en enterarse de que era grave la cosa que cuando llegaron conmigo al hospital ya nadie me contaba.

Desperté a las tres semanas y cuatro días en el Ameijeiras, ciudad de La Habana, con vendas en toda la mollera y más flaco que ternero recién nacido. Me despertó el calor, pues justo en ese momento un apagón había dejado en off la manzana —y eso que dicen que en la capital nunca se va la luz—. Llamé a una enfermera que vi cruzar el pasillo con una bandeja de análisis fecales en pomitos de novatropin. Ella, como siguiendo un protocolo estudiado, dejó la bandeja sobre el bebedero, girándose escalera abajo, y gritó a todo pulmón:

—¡El de la cama doce ya despertó! —Percibí en la mujer un acento oriental que intentaba disimular. Y menudo milagro que no haya quedado sordo. Si es que me pregunto si a la vez que estudian enfermería no les harán pasar un entrenamiento exhaustivo de las cuerdas vocales, esta gente ni necesita teléfono pa' llamar a alguien en otra provincia.

Escuché los pasos de unas chancletas de goma acercarse a toda prisa. Alguien decía: «¡No corra, señora! ¡Que se me cae, y yo ahora mismo limpié esto!» En la puerta vi llegar a mi madre, con el pelo hecho una pelusa y en bata de casa. Quedé esperando a que viniera a abrazarme o decirme algo, pero la pobre estaba tan exhausta de subir corriendo desde el primer piso que por poco le tienen que preparar una camilla. A esta mujer desde que le quitaron la sal en las comidas por su problema de presión arterial pareciera que le enchufaron nueva energía.

Ya más calmados, y con la luz de regreso, me contó todo lo sucedido y explicó mi condición: Que por andar borracho me cayó una farola en la cabeza (aunque no sé por qué culpa al alcohol, no encuentro relación causal entre la gravedad y la borrachera. Le podría haber pasado a cualquiera). Que el Jorge intentó echarme la cerveza que quedaba en la herida para que no se infectara, y eso acabó empeorando la cosa. Pepe estaba tan asustado cuando le pidieron declaración que casi lo meten preso. Y mi papá, se enteró a la semana porque andaba por Matanzas dizque "arreglando un carro". Luego me contaron que mi madre no paraba de repetir: «¡Lo mataron, lo mataron!»

Pero eso son minucias, lo importante es cuándo dicen los médicos que pueden darme de alta. Cuando me quiten las vendas seguro al día siguiente se aparecen los del FAR para llevarme al servicio militar obligatorio; que no me quejo, a fin de cuentas los que alcanzamos medicina solo nos toca un año, y puede incluso que haciendo algo sencillo como asistir en la enfermería de la unidad. Tengo la esperanza de una vez sea médico ir a cumplir misión y aprovechar para quedarme a vivir en el extranjero.

Cada que le preguntaba a mi madre sobre en qué momento podré regresar a la casa me esquivaba, contando alguna barbaridad del viejo (como que casi le da un bofetón al que conduce la ambulancia para que apure el paso; o que la noticia del accidente le sorprendió tanto que se le cayeron los pantalones, literalmente) u quejándose de que no le quisieron dar durante estas tres semanas la comida del hospital que me tocaba a mí.

Aquello comenzaba a parecerme raro. Fue un golpe fuerte, sí, pero no sentía dolor de ningún tipo ni malestar. ¿Qué me ocultaba? Un doctor entró a la habitación, le dijo algo a mi madre y esta agachó la cabeza y salió. El hombre esperó unos minutos antes de hablarme:

—El daño a su cerebro es muy severo —soltó.

—¿Perdone, qué dice? ¿Cómo que mi cerebro?

—Cálmense, asimílelo lentamente. Mire, lo que le golpeó la cabeza no fue solo vidrio de una lámpara; también la reja de hierro que la aseguraba de robos. Además, se le comenzó a aplicar atención médica demasiado tarde.

—¡¿Qué mierda me está contando?! —le grité. En ese momento perdí la compostura, pero diablos, él tampoco debía comunicar algo tan importante de manera tan fría a un paciente. ¿Qué clase de doctor era?

—Ahora que está consciente, no podemos seguir manteniéndolo aquí. Tenemos pacientes en espera que necesitan esa cama. Debido a la lesión, le hemos calificado de incapacitado, dejamos a sus tutores el tratamiento que debe seguir en casa. —Lo entendí todo. Para este hombre no representaba nada más que un número, me di cuenta de que ni siquiera miraba directamente mi cara.

Dejé el hospital a los tres días sin pronunciar palabra. Mis sueños, mis esperanzas, mis anhelos; todo eso ya no tenía sentido, porque no viviría para realizarlos, o al menos, no como lo que la gente llama "estar vivo". Que fuera tan difícil encontrar transporte de vuelta a Holguín me sentó para mal, todo me parecía la conspiración de un ser siniestro maquinando desde lo alto. Acabamos teniendo que ir de coche de caballos en coche de caballos. Mi madre me envolvió la cabeza entre dos almohadas que aseguró con cinta adhesiva, temiendo que con el traqueteo podría caerme del vehículo y darme el golpe de gracia.

Al final llegamos con solo una de la tres maletas, resultó contraproducente esa mala costumbre del cubano de ir cargado para los hospitales. Esperaba el recibimiento de mis amigos, pero ellos ya se encontraban pasando el servicio militar. Mi abuela se encontraba en la entrada de mi casa, y al verme no se le ocurrió algo mejor que decir: «Eso de la cabeza te lo curo yo con agua de coco». Acomodamos las cosas y yo me encerré en mi cuarto, que por primera vez el turquesa de las paredes comencé a verlo en un tono más gris.

Por algún motivo mi mente comenzó a llenarse de recuerdos: Cuando los niños del barrio jugábamos a los piratas, las tardes merendando pan con dulce e' guayaba, mi primera novia en la secundaria, la sensual profesora que nos traía locos a todos los muchachos, el día que cambié el «mamá» por «madre», las borracheras de mi padre (y yo dejándome arrastrar por ellas), la fiesta de graduación… Me burlé de mis antiguos temores: El primer día de clases, hablarle a una chica, la mudanza de Matanzas a Holguín, que mi madre se enterara de que andaba de tragos, los exámenes de ingreso a la universidad, el servicio militar…

Sentía el pecho estrujado. Aquello no era miedo a la muerte, no —siempre le tuve más miedo a la vida—, era tristeza; una profunda e irreverente sensación de «¿para qué?» ¿Para qué ha servido todo esto? Tantos años de esfuerzo, de metas, de tropezar para levantarse, de pasar madrugadas leyendo libros que no entendía para sacar un noventa y nueve en el examen. ¿Dónde se encontraba el sentido de todo eso?

Esa noche fui obligado a bajar a comer, un plato de arroz blanco con boniatos, cada cucharada me parecía estar masticando arena. A la semana comenzó a dolerme la cabeza, como el carcelero insistente que se empeña en no dejarme olvidar que tengo los días contados. Resulta que los antibióticos que necesitaba ya no se encontraban en la farmacia, y por ende no había podido comenzar el tratamiento. Primero fue un palpitar leve, ocasional, fácilmente ignorable; luego fue ganando intensidad sin que lo notase, como un monstruo que crece en la oscuridad. Después al dolor lo acompañaron náuseas, más tarde fiebres infrecuentes. Hasta que un día no pude volver a levantarme de la cama.

Corrí con la suerte de que mi madre (con su costumbre de guardar recuerdos de todo) conservaba en una gaveta de la repisa de la cocina pajillas absorbentes de la época donde las tiendas vendían jugos de frutas. Así pude seguir alimentándome con aquel puré que, sinceramente, fue lo más horrible que haya comido nunca. Aquel regusto a humedad aún no deja mis papilas gustativas. Luego comencé a perder sensaciones, o más bien, a tener mi percepción de la realidad tan revuelta que era incapaz de discernirlas. A partir de este punto pido disculpas, pero ya no tengo claro si lo que han pasado son horas o días. Después llegaron las alucinaciones: una gaviota con los ojos mutilados posada en la cabecera de mi cama no paraba de repetir: «¡Seremos como el Che! ¡Seremos como el Che!»

A ratos mis amigos venían a visitarme. Traían cervezas, refresco de cola; yo me levantaba de la cama, iba con ellos, disfrutábamos… Luego cualquier ruido me sacaba de esa ilusión. Seguía postrado.

Les aseguro que dentro de mi cráneo se habían metido un montón de personas pequeñitas, desnudas, revolcándose y apretándose contra las paredes, espachurrando mi cerebro. Tenían montada una fiesta como ninguna que haya presenciado. Cuando se sentían satisfechas iban saliendo por la boca o las orejas, menuda sopa dejaron hecha ahí adentro. 

Unos militares llegaron a los días a comprobar si era cierto que no me encuentro apto para iniciar el servicio militar, lo sé porque fue durante uno de esos momentos donde estaba lúcido. Uno de ellos me levantó la cabeza de la almohada y tocó con brusquedad la zona de la operación. Solté un grito de dolor que hizo retroceder un paso a todos y aguó los ojos a mi madre. El oficial dejó de hurgarme las vendas por el susto, cosa que agradecí. Con la cabeza de nuevo en el agujero que se había creado en mi almohada por nunca dejar esa posición, me entraron mareos y la habitación me empezó a dar vueltas: se avecinaba otra de mis alucinaciones. 

El bordado de gallo en los uniformes se transformó en tiñosas que cacareaban en una melodía funesta. Los hombres se volvieron gordos y calvos mientras me miraban. No sé qué santo se me montó en ese momento, pero me dio de pronto por ponerme a insultarlos. 

—¡Escúchenme bien ustedes! —dije balbuceando—: ¡Aquí no hay comida ni na', pa' estar aguantando meterse en una unidad a ponerse a marchar ni pinga! 

Mi madre se llevó las manos a la boca al escucharme decir aquello y casi se le salen los ojos. Estoy seguro de que habrá estado pidiendo que se la trague la tierra. Los militares parecían creérselo incluso menos. 

—¡Yo a ustedes los veo muy barrigones y cómodos con el uniforme de buitre ese como para entender lo que pasa el cubano de verdad! —En retrospectiva, agradezco que haya sido tan ininteligible mi despotrique como para que se entendiera algo de esa jerigonza—. ¡Ustedes no saben lo que es vivir esto! ¡Yo ya ni sé si lo que estoy comiendo es arroz o fango...!

Uno de los hombres dio un paso al frente con furia, pero mi madre se atravesó e intervino rápido para disuadirles de meterme detrás de una reja:

—Mire, discúlpenlo, si él ya ni sabe lo que dice. —Estaba tan nerviosa que se enredaba con las palabras—. Ya no es consiente ni de lo que tiene alrededor, seguro los confundió con otra gente. Si mire, para que vea, los llamó barrigones y a mí no me parece que estén gordos, si se ve que son gente que se mantiene en forma... 

—Tranquila, señora —la detuvo el oficial. Y menos mal, porque al poco y ella también suelta algo como para que la metan presa—. Ya nos ha quedado claro que su hijo no está en condiciones de asistir al servicio militar, así que no se preocupe. Estaremos al pendiente de que mejore, así que cualquier cosa en un futuro sabe que puede contar con nosotros. 

Después de eso salieron tan rápido como pudieron por la puerta, no hace falta decir que esa ayuda que ofrecieron fue todo mentiras. Lo más gracioso es que apenas se marcharon cayó un apagón. 

El resto de anécdotas no son tan entretenidas como esa. Llegó un punto donde todo lo que ingería lo vomitaba, y en el policlínico no quedaba suero que ponerme. Mi propio mal olor comenzaba a atormentarme, aunque a estas alturas podría ser otra de mis alucinaciones. La propia situación económica de la casa continuaba decayendo, nadie me lo decía, pero yo escuchaba las conversaciones. Cuidar de un enfermo por tanto tiempo no es muy barato. 

Entre los delirios más dolorosos a veces aparecía una voz profunda y poderosa que me calmaba. Siempre precedida de un haz de luces psicodélicas. Con el transcurso de los días se hacía más frecuente, se volvía más notoria su presencia. Hasta poder comenzar a entender lo que decía. 

Me daba indicaciones sobre algo, pero no estaba seguro del qué. Yo solo me dejé llevar por aquellas cálidas palabras. Mi torpeza dejó caer la jarra al suelo, aun así proseguí con mi labor. Cuando la voz dejó de escucharse, la tarea estaba completaba. El líquido tibio se deslizó por mi cuello. 

Mi madre entró corriendo a la habitación, horrorizada. Desearía haberle dicho una última cosa de haber podido, para que no se sintiera tan culpable. De todos modos ella no iba a poder seguir cuidándome.

Comentarios

  1. Recuerda suscribirte si no estás suscrito, activar la campanita y dar... Ah, no, espera. Que esto no es YouTube.

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  2. Ruisu... el relato está INCREÍBLE. Te respondo por privado para no banalizar con un comentario, literal... XDD. Un abrazo gigante chamo... (Andy).

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