Hani tejedora (Relato inconcluso)

La pequeña Hani solo conocía el ático de la cabaña. Su cielo era las vigas mohosas del techo y su horizonte, las paredes. Lo poco que sabía del mundo exterior lo descubrió a través de la buhardilla. 

La única actividad que realizaba era urdir una bufanda de lana. La llevaba tejiendo desde que tenía memoria. El otro extremo ya se había colado entre las tablas del suelo y quién sabe por qué rincón del planeta andaría. Le gustaba imaginar que recorría el mundo a través de la bufanda, que algún día la otra punta volvería a entrar por la buhardilla y le contaría cómo era allá afuera. 

Desconocía por qué tejía. Su madre un día le entregó las agujas y desde entonces no se había detenido. Tampoco necesitaba conocer el motivo. A fin de cuentas, no sabía hacer nada más, ni atarse las agujetas. 

Se hizo amiga de un par de ratas. Las golosas aparecían en las noches y mordisqueaban la bufanda cuando se quedaba dormida. Hasta que en una ocasión las esperó con un ojo abierto y les agarró de la nuca apenas hincaron los dientes en el algodón. Chillaron como si Hani se las fuera a tragar. 

En eso la madre abrió la trampilla y subió corriendo las escaleras. Hani se apresuró a ocultar a las maleantes bajo su falda. A pesar de las travesuras que cometieron, los animalitos eran su única compañía y no quería que fueran castigados. 

Los ojos de almendra de la señora se asomaron sobre aquella nariz aguileña, escudriñando las sombras. Dio varios vistazos de un lado a otro, tal si siguiera un rastro solo visible para ella. Rendida de buscar, arrugó el entrecejo y preguntó a la niña:

—¡Hani, querida! ¿Has visto por aquí a dos roedores? Mira que se me escaparon la otra noche de la canasta mientras preparaba la cena. 

La voz melosa hizo dubitar a la pequeña que no acostumbraba mentir. 

—No, mamá. Aquí solo estamos tú y yo —respondió trémulamente. 

—¡Oh, hija mía! ¿Qué voy a hacer? Llevo ocho días cenando solo hongos. Tú tienes suerte, no necesitas comer. ¿De verdad no les has visto? Apiádate de tu hambrienta madre. Los ratones son muy listos, ya no muerden las golosinas que les dejo. Si esto sigue, te tendré que comer a ti. 

—Por favor, mamá —dijo la niña comenzando a sudar—. Tal vez les encuentres en la despensa o entre los trastes. No hay por qué rendirse. 

La mujer fijó sus diminutas pupilas en Hani, que sintió como si aquellos puntos negros atravesaran su columna. Temió que notara el engaño y se viera acompañando a las malandrinas en la olla. 

—Tienes razón —suspiró la mujer al fin, calmando el pálpito de la pequeña—. Aún es muy pronto para comerte.

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Este relato se encuentra inconcluso. Quizás algún día se me ocurra una conclusión que darle.

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